Un mediodía nos sentamos a charlar. Hasta la inercia se demora en el calor pesado de Rosario en enero. Mi cara era un trailer de una película de Aristarain. Además, llevaba días arrastrándome por la casa. La causa del clima ya había expirado.
Le dije todo lo que me dolía de la vida y, después de respirar profundo dos veces, le dije todo lo que me molestaba de ella. Cuando me pongo triste, se me confunde con una nube negra.
Esperó a que yo termine el monólogo, el cual presenció de brazos cruzados, y me dijo algo como: "con esa vibra no me dan ni ganas de estar cerca tuyo".
Yo soy testarudo. Insistí en hacerme entender, y fui más sintético. Como había estado leyendo a Paulo Freire, traté de ser más copioso utilizando el plural.
"Tenemos que aprender sobre registro del otrx", "tenemos que comunicar lo que el otrx no puede adivinar", "tenemos que limpiar los microsoretes del bidet".
Ella era capaz de no enroscarse en los problemas de los demás, y no la amargaba la situación política del país o la catástrofe del dia. En un principio, sus características eran encantadoras.
Tal así su forma que era inmune a mis tornados, ojo del huracán de mis arrebatos más depresivos. Yo pateaba castillos de arena, ella parecía constructora de cimientos en el aire.
Hasta que empecé a sentirme una pieza en un juego que ella jugaba y yo no entendía. Después simplemente me perdí. ¿Su ternura era una pose? ¿O era ella genuinamente así? ¿Se abstraía? ¿O acaso alguien le otorgó el botón de "Mute", como un superpoder o un entrenamiento zen?
Para cuando terminamos de hablar, la presión ambiental colapsaba los hectopascales. No solo no me contestó ninguno de los items que mencioné con mal genio y acompañé con ademanes, sino que miró a una grada imaginaria para después solo sonreirme, enferma y/o genuinamente (A esta relación la archivé en la categoría "y/o").
Se levantó de su silla sin prisa, salió caminando y yo me quedé bramando como esos perros cabezones que no están genéticamente aptos para caminar.
Volvió cinco minutos después, más decidida. La piel de su cara brillaba reflejada por el sol. Se puso una campera y me dijo: "estuve mirándome al espejo en la pieza de adelante hasta que me olvidé de todo. Me hizo re bien. Te lo recomiendo. Bueno, me tengo que ir a trabajar, ya debo estar llegando tarde".
Me tomé de un solo trago el jugo ya tibio mientras la vi irse a la calle, cruzando el tornado. Fumé un cigarrillo que no pude terminar porque lo mordí a la quinta pitada. Prendido fuego por dentro, salí al patio, atravesé el pasillo, y entré en la habitación para mirarme al bendito espejo.
Era un espejo antiguo, de casi dos metros de alto y un marco de madera lacada en dorado. Estaba apoyado contra la pared y parecía que llevaba un siglo sin que se lo moviese. Me acerqué tanto que lo empañé a la altura de mi cara, y tuve que esperar a que se aclare. Entonces fijé la mirada, me olvidé de la habitación, de mi cuerpo que parecía pequeño, mi ropa que parecía desentonar, e hice contacto visual.
En primer lugar, el espejo me devolvió un rostro desconocido. Luego entrecerré un poco los ojos y la vi a ella. Su semblante era de paz, en un principio. Después me miró con cara fea, y cuando clavé mis ojos en sus ojos pude ver la bronca. Retrocedí, quise escapar pero me quedé. La imagen se transformó imperceptiblemente hasta hacerse más familiar, hasta que reconocí mis cejas anchas. Me fui a caminar y salí sin llave. Tuve que esperar en la puerta hasta que ella volviera para poder entrar otra vez.
No duramos mucho más tiempo. Ella salió de viaje, yo encontré trabajo y la casa ahora es la sede de la Obra Social de un Sindicato. No volví a saber de ella, pero descubrí su gran truco muchos meses después de esto. Ella era una ilusionista. Tenia el poder de encender un juego de espejos cuando lo que enfrentaba afuera no le hacía sentir bien. Con solo activarlo, ella podía verse a sí misma del otro lado devolviéndose una sonrisa.
Aprendí ese truco después de mucho practicar, como persiguiendo una epifanía. Pero el tiro me salió por la culata al comprender que nunca pude superar mi error original: yo nunca me devolví una sonrisa, y ahora todo me frunce el entrecejo.
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