Es septiembre. Es 2022. Es un concierto de música clásica en una iglesia. Llego tarde. Me siento en el piso, detrás de los bancos donde la gente reza susurrando, o escucha.
Desde acá, no veo la música. Solo el retrato de un Jesús benévolo gigante, de túnica blanca, con un rayo de luz roja saliendo -o entrando- de su corazón.
Hace más de cinco años que no piso una iglesia. Desde aquel sermón milenario del Cura de Los Pobres. Los desmayos ao vivo, el agua bendita trapeando el piso, limpiando la sangre y mezclándose con el sudor.
Desde entonces, caminé tantos otros lugares sagrados que ahora hasta percibo la energía del cuidado.
Tenía aversión a volver, y era recíproco. Acepté a Dios cuando perdoné a papá. No existen. Y las catedrales que otros le construyen todavía me resultan algo incómodas.
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