El primer recuerdo que tiene está reconstruido a medias, tomado de una foto que lo ubica en el patio de atrás de su mundo de entonces, de su casa de la infancia.
Se lo puede ver muy concentrado. La imagen lo capta hablando, todo el día se la pasaba hablando -era su juguete nuevo-, y por la perspectiva parece que está conversando con una silla.
Le parece justo, acertado, y hasta premonitorio.
Ese primer recuerdo, que es también una foto, igual tiene movimiento. Ir caminando, subirse trepando a esa silla de jardín de caños blancos y de esa tela plástica color verdiblanco. La textura rugosa, el pedir ayuda para bajarse.
El naranja ladrillo, el naranja mesada, ¿cuántos hay, abuela?
El olor a ella, el inconfundible aroma a anciana que en aquel momento le parecía tierno.
Jura que la foto la tomó la abuela, pero su familia nunca tuvo cámara y ella no sabía manejar si quiera el teléfono fijo nuevo, sin disco.
¿Qué sería hoy de él si no hubiera sido ese? Su primer recuerdo, el sabor de un pomelo rosado o el deslizar por un tobogán rojo.
Hace mucho tiempo ya. Que el mundo se amplió, la casa se vendió y la abuela siguió viaje.
El diálogo continuó, incesante y sin eco, hablándole a esa silla, a este cuaderno, a ese pequeño niño de remera verde y pantaloncito azul, a esa abuela paciente y compinche.
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