Mi amigo H. es rosarino, pero hace ya muchos años que vive en Buenos Aires. Vino de urgencia a la ciudad porque su mamá se enfermó y fue internada. Él está parando en la casa donde pasó su infancia e invitó a cenar a todo el grupo de amigos hace cuatro domingos. Fue la primera noche fría de la temporada. Lo recuerdo bien. El viento empujaba el frío húmedo a través de mi pulover mientras esperaba que abriera la puerta.
A la casa se entra por el garage, y se accede al living donde cuelgan de la pared 3 platos de porcelana en perfecta alineación. Desplegados a su alrededor, un montón de cuadros del tamaño de una manzana, redondos, con retratos en blanco y negro. Me detuve a contemplarlos, tantos rostros devolviéndome la mirada, y me sacó de ese sopor un escalofrío que sacudió mi espalda. Quedé rezagado sin darme cuenta, sin amigos, solo frente a un montón de caras atemporales. Me apuré para alcanzar al grupo. Para llegar a la cocina, hay que atravesar un patio interno con olor a las necesidades de una gata vieja.
La cocina en sí es un ambiente muy humilde, con una pequeña mesa redonda para comer. En un armario donde se guarda mucha vajilla, hay fotos de hijos e hijas en distintas etapas de su vida, tal vez alguna nieta. En la mesada un yerbero gigante al lado de un mate chiquitito, de pocillo. Esperando en el escurridor, un plato, un vaso, un cuchillo y un tenedor. Claramente fuera de su lugar, posado sobre la misma mesada de granito, un pastillero a medio vaciar. Finalmente, un patio que H. mantiene con el césped al ras y con rosas y hortensias en flor, tal como lo encontró. Por mi afición a la jardinería, noté que no quitó las malezas que salen al pie de los arbustos. A las despampanantes flores se les sumarán, con el correr de las semanas, pamperas flores escuetas, amarillas.
La cocina en sí es un ambiente muy humilde, con una pequeña mesa redonda para comer. En un armario donde se guarda mucha vajilla, hay fotos de hijos e hijas en distintas etapas de su vida, tal vez alguna nieta. En la mesada un yerbero gigante al lado de un mate chiquitito, de pocillo. Esperando en el escurridor, un plato, un vaso, un cuchillo y un tenedor. Claramente fuera de su lugar, posado sobre la misma mesada de granito, un pastillero a medio vaciar. Finalmente, un patio que H. mantiene con el césped al ras y con rosas y hortensias en flor, tal como lo encontró. Por mi afición a la jardinería, noté que no quitó las malezas que salen al pie de los arbustos. A las despampanantes flores se les sumarán, con el correr de las semanas, pamperas flores escuetas, amarillas.
Mi otra afición es la lectura. Cuando subimos al primer piso, entre habitación y habitación, una pila de libros polvorientos llamó mucho mi atención. H. me dijo que mirara tranquilo, y me llevara lo que quisiera. Ahí estaba Flores robadas en los jardines de Quilmes, de Jorge Asís. Ese mismo día hablamos con un amigo cuentista y él me confesó que estaba imantado al polémico escritor, así que me lo llevé correspondiendo al guiño.
Cuando llegué a mi casa, me fui directo a la cama y prendí el velador. Encontré en la primera página una dedicatoria escrita en birome roja. Naturalmente, era para la mamá de H. Decía, apenas, una frase. Denotaba que emisora y destinataria se conocían, compartían alguna complicidad. La novela fue publicada en 1980 y la dedicatoria es de 1981. La tapa, es decir la edición, era la original. Pregunté a H. si quien firmaba era una colega cercana, o una amiga íntima. Francamente, no dio lugar a mi inquietud.
Comencé el ritual de un libro nuevo. Empecé a devorármelo con entusiasmo, atrapado en la narración de la historia. Salí de mi abstracción antes de terminar si quiera el primer capítulo, porque noté algo peculiar. Cada página que daba vuelta se despegaba de las demás, inevitablemente. Así fui avanzando, mientras las páginas prestadas se deshojaban en mis manos sin distraerme. Me quedé tan enganchado con esta novela, que cuando me quedaban apenas un puñado de hojas sin leer decidí esperar unos días solo para que la experiencia onírica durara un poco más.
Durante esa pausa, la mamá de H. tuvo una recaída en el geriátrico, volvió a ser hospitalizada y falleció. Lo supe a la mañana siguiente, por los escalofríos. Como autómata le escribí un mensaje a H., y apagué el celular. Encendí una vela, volví a la cama, me tapé y terminé de desarmar el libro más inquieto que jamás pasó por mis manos. Al caer la noche, hice fuego en el patio e hice mi propio velorio. Antes de prender fuego el libro, escribí en tinta roja, con caligrafia idéntica a la ajena, en el reverso de la última hoja: in memoriam.
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