viernes, 6 de julio de 2018

herencia

hoy se murio adolfo, era el mejor amigo de mi viejo. tiene hijas que lo lloran y una mujer que lo despide, tal vez aliviada. adolfo tenia ochenta y algo y cuando se murió se llevó a su cancer con él.

qué es la muerte sino atemporalidad? aliada de la gravedad y de todos esos físicos que calculan emociones, la muerte hace que todos caigamos por nuestro propio peso.

igualmente el tipo, aún después de muerto, tiene hijas. hijas que lo lloran. yo no lloro por él, aunque lo conocía bien.

de chico, yo iba a la cancha con mi viejo. éramos él, mi hermano mayor, adolfo y yo. teníamos el ritual de ir tres horas antes del partido para poder sentarnos en la mejor ubicación. el gigante de arroyito, la cancha de Central desde donde se escucha el río Paraná, fue donde pasé algunos de los momentos más emotivos de mi infancia.

de adolescente, me pasé a otra tribuna. iba con mis amigos, insultaba a los que insultaban a los jugadores y gritaba los goles mirando a la platea donde estaba mi viejo. pocos años después, él dejó de ir a la cancha. argumentaba que desde su casa lo podía ver con un cafecito y mirar las repeticiones de jugadas dudosas. yo creo que estaba cansado y ya no le veía el sentido.

en la camiseta de Central con la que enterraron a Adolfo hay bordadas tres nuevas estrellas, una por cada quimioterapia que sobrevivió dejando todo el sistema inmunológico en la cancha.

cuando lo conocí, él ya era viejo. escuchaba mal y además no le interesaba escuchar y eso le hacía escuchar peor. francamente no recuerdo de qué habremos hablado en las cientas de conversaciónes que tuvimos con él. sí me acuerdo de una vez que me puteó mucho. estábamos viendo un partido de Central por televisión, y yo a la vez lo escuchaba por la radio, que llegaba con unos segundos de anticipación, berretín de quien no se aguanta. un grito de emoción que no pude contener le arruinó una sorpresa. un penal para nosotros que después el nueve pateó al medio y lo erró.

empecé a verlo menos cuando dejé de ir a la cancha con mi viejo. tres o cuatro años atrás, se enfermó y mi viejo también dejó de verlo. hablamos por teléfono alguna vez. muy cada tanto él llamaba al teléfono fijo, muy pero muy cada tanto el que atendía era yo.

entonces, ni llorar por el tío adolfo ni indiferencia por un anciano que descansa en paz. soy esto. una angustia compartida, una desolación ajena. un servicio comunitario para el tipo que ha sido mi viejo, para el pibe que será mi sobrino por nacer. llorarlo, llorarlo una tarde de agosto sin sol, sabiendo que estas lágrimas no son solo mías, son por él. son para mi viejo.

justo adolfo se llamaba. adolfo. y mi papá, hijo de padres judíos que escaparon de la guerra en barco. mi viejo, de joven enano y ruliento. mi viejo, hijo único, sin prepucio y sin religión. sin lágrimas para llorar a su compañero de vida. sin respuestas ante la muerte que le sigue expulsando compañeros de equipo y lo va acorralando contra su propio arco.

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