Rubén se sentía separado del resto del mundo como por un traje de astronauta. Lo plasmaba con excusas como alcohol en gel, como veganismo, como viernes a la noche navegando en internet.
Se juraba y rejuraba que amaba las tormentas. A veces, se obligaba a ir hasta la terraza a mirar la lluvia. Prendía un cigarrillo y se ponía rojo, rojo torero, rojo mujer, pero por nada en el mundo tosía.
Un día, camino a su trabajo, su velocímetro falló. El de su auto. El cielo ya habia aclarado pero todavía hacia frio, ese frio matinal de otoño cuando, de pronto, ya no supo a qué velocidad iba. Hojas amarillas decoraban el parabrisas.
Intentó deducir la velocidad a la que se movía. Primero, viendo subir el kilometraje, un número a la vez. Después, anotando en un papel cuanta nafta estaba gastando. Finalmente, agarró su celular y buscó una solución en yahoo respuestas.
No la obtuvo.
Después de su fracaso, detuvo el auto, estacionó en una esquina donde no hubiera nadie y borró el historial de navegación de su teléfono. Es algo que hacía periódicamente.
Para poder lograrlo sin fallas, desarrolló un sistema en el que anotaba todas sus contraseñas en papeles desparramados por su casa en un falso azar. Se inventó analogías para recordar sus páginas porno preferidas. Compró objetos que le sirvieran como pistas.
Su habitación toda, decorada con íconos falícos que enmascaraban su verguenza.
Con la muerte de su madre, Rubén sintió un desamparo: el vacío que queda cuando se termina el deber ser.
Su rebelión fue empezar a llegar tarde a su trabajo. Solo lo había hecho cuando su auto tuvo aquel problema de velocidad. Luego, lo volvió costumbre. Rubén llegaba tarde solo a veces. Disfrutaba de ese caos organizado. Nadie lo notó, pero para él, ay, para él fue el comienzo de algo nuevo.
Llovía la noche en que murió su madre. Su hermana intentó ubicarlo. Lo llamó más de diez veces al celular, sin respuesta. Rubén se enteró por mensaje de voz. Salió de su casa de noche por primera vez en más de diez años. Ya no le importó a qué velocidad se movía su mundo.
Dos horas después, paró el auto obnuvilado por unas luces de neón. Lo dejó estacionado en cualquier parte. Así fue como Rubén probó el whisky y conoció un prostíbulo. Fueron los dos minutos más felices de su vida.
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