jueves, 23 de julio de 2020

Día

Al empezar el día, el poeta se despierta, pasa por el baño y sale caminando en dirección al patio con visibles lagañas en los ojos.
Yo me levanto justo después, me aseo, me pongo lindo y empiezo la rutina. Preparo el desayuno para dos, y como mi parte. El mate me acompaña mientras respondo los mails. Robert necesita resuelto el presupuesto con urgencia hace cuatro horas en Estados Unidos.
Elaboro cinco documentos de Excel y los despacho. Encargo un juego de cortinas por Mercado Libre, y salgo al barrio para comprar lo necesario.
Tomates en la verduleria; queso en la fiambreria; polenta en el almacen; vino en la Vinería y -cuando estoy volviendo a casa- me doy un gusto y compro dos alfajores en el kiosco.
Regreso, pongo la pava aún con la bolsa de las compras en la mano y llamo a madre. Ella me cuenta cómo está. Dice que todo está muy frio cuando no hay estufa, que las cosas están caras y el barrio peligroso. Toma, conmigo al teléfono, la medicación.
Corto, dejo el teléfono fijo y voy por el martillo. Enmarco una foto en blanco y negro de nosotros dos, y cuelgo en el comedor un cuadro que ahora pende de un clavo. Riego todas las plantas de interior. luego me fumo el cigarro de la paz y procedo a leer los diarios: debo para la tarde saber cómo está la economía local, nacional e internacional.
Estoy leyendo sobre el primer repunte de la Bolsa en meses cuando el poeta abre la puerta del patio y entra cabizbajo, trayendo consigo una brisa húmeda y los rayos tenues del sol. Se sienta cerca mío, se ceba un mate frío, helado, y parece buscar algo con los gestos de su cara. Al fin empieza a hablar, tal vez con miedo a haberse olvidado cómo. Eligiendo una por una cada palabra, comienza un monólogo lento y me cuenta que esta mañana vio una flor nacer.

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