La vida misma.
El narrador empieza la historia por el
final. El principio -aunque la elección de un principio es siempre
arbitraria- se da hace unos 8 años. Él está almorzando en su casa,
charla con su hermana mayor y ella le hace una lista de canciones.
Charly, Los Ramones, The Cure, David Bowie. La música. La movida.
Otro mundo existe.
La ilusión.
A partir de ese momento, descubre un
ingrediente nuevo. Como si la vida fuera carne al horno y el acabara
de conocer la pimienta. Ya nunca estará conforme. Por el resto de su
vida va a perseguir algo, va a ir detrás de la intuición. No lo va
a encontrar. Lo sabe. Conocerá la nostalgia. Será feliz un rato
cada mes, como mucho.
¿Cómo gritaría una flor // si
tuviera voz // cuando le arrancan los pétalos?
Su primer recital va a ser a los 14. Va
a fumar porro por primera vez a los 18. Va a tomar ácido a los 17.
Le va a regalar un vinilo de Pink Floyd a su primer novia a los 19.
Pero va a escuchar un vinilo por primera vez a los 20.
La música es una espiral indetenible.
Va a creer en cambiar el mundo. Va a
querer cambiarlo. Y va a perder las esperanzas. También las va a
recuperar. Una vez por semana, se va a notar derrotado y solo, va a
sentir que no tiene nada en qué creer. El día en que abandone su
tercer carrera, va a escribir el monólogo con el que empieza
Trainspotting con fibrón indeleble en el placard de su habitación.
Se va a levantar todos los días de
toda su vida pensando que debería estar viviendo en un mundo pero
que está viviendo en otro.
Va a tener 21 años. Se va a tomar un tubo de vino y va a fumar dos
secas. Va a salir a algún lado algún sábado a la noche y esas
flores lo van a marear. Mirando lo que ve a su alrededor, va a
reflexionar sobre su generación, sobre si realmente existe tal cosa.
Va a estar escuchando Radiohead pero pensando en Fito Páez y
sintiéndose como El Otro Yo. Va a ir caminando decidido. Va a
quebrar en el pasillo de una vieja pensión, entre cenicero lleno y
cenicero lleno, escuchándola a ella gimiendo a través de una puerta
cerrada.
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