miércoles, 23 de agosto de 2017

no creo que sea catártico

mi vieja le está gritando al teléfono. no creo que sea catártico. tampoco creo que sepa que está lidiando con un autómata. la trama es jodida pero los personajes son simples. yo elijo el papel de narrador y puedo adivinar la respuesta del otro lado del tubo: "estamos trabajando para usted" o "para activar su línea debe acercarse al local" o "a partir de esta semana la medicación de su esposo no entra en los planes de nuestra empresa".

me entristece saber que, detrás de ese tono de voz a mitad de camino entre la rosa y la espina, alguna vez hubo un pequeño ser que no sospechaba que la criaban para transmisor de inconvenientes.

soy narrador omnisciente, navego por el tiempo y el espacio con total libertad. viajo hacia la infancia de la mujer que trabaja en atencion al cliente. ahora es una niña. la veo pasar corriendo descalza, con dos trenzas y la cara manchada con barro. de esa imagen, el presente solo refleja las arrugas que se forman en sus sienes al sonreir.

esta crónica encuentra un bache en la infancia de, bueno, voy a llamarla Lucía. de ese recuerdo evocado de cuando ella tenía cuatro años, salto sin escalas a su adolescencia: tal vez Lucía fue a la misma escuela que yo, a juzgar por el uniforme blanco y la pollera cuadrillé siempre por debajo de las rodillas.

en la secundaria, nos simplificaban procesos políticos complejos con líneas históricas rectas y consecuentes. me pregunto qué cambiaría si Lucía hubiese presentado, como tesis para recibirse de Licenciada en Administración de Empresas, una línea histórica de sí misma.

en algún momento entre sus diecisiete y sus veintitrés, perdería veintiún gramos a cambio de un ocho y de no dejar caer esas lágrimas ante la mirada babosa de un señor transpirado de camisa celeste, anteojos gruesos y libreta estudiantil en mano.

durante un mes o dos, a los veinticuatro y ya recibida, conocerá a alguien que le mueve el mundo pero no le conviene. no entra en sus planes, por decirlo así. ella nunca olvidará aquel amor de verano, aunque hace rato que elige pensar que no hay tiempo para recordarlo.

hoy, a sus veintinueve, le insinúa evasivamente a una señora que doblega su edad que mejor vaya hipotecando la casa, si total ya no tiene demasiado futuro por delante. el futuro, piensa, pienso, le pertenece a ella, a Lucía, a los miles de Lucías que obtienen la garantía de una vida en cómodas cuotas.

¿sentirá culpa, Lucía? ¿habrá tenido que consolar a algún cliente desafortunado? ¿cocinará? ¿visitará a su madre en las fiestas? ¿será generosa con su sueldo, que tampoco es tan suculento? ¿le pagará una maldita obra social cara, y no llores más, ma, que papá va a estar bien?

las interrogantes son el mundo que me frustra. me llevaron al papel como a mi vieja al cigarrillo. qué importa si es la hora de almorzar. las apaciguo escudado en mi pose narrativa. me alivia saber que seré viejo muy pronto. que, algún día, haciendo las compras, hirviendo agua para los fideos, o apagando el fuego para responder un llamado, me enteraré de que ya no queda demasiado futuro por el cual preocuparme.

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